Algunos la llaman la "enfermedad del s.XXI" y expertos en adicciones afirman que el número de casos aumenta cada año. Hablamos de la nomofobia, el miedo irracional que sienten algunos cuando algo les impide interaccionar con su celular. Esta semana, un estudio británico reveló que en Reino Unido ya la sufre el 66% de la población, lo que supone un aumento respecto al 53% que se observó en el último sondeo realizado hace cuatro años. <h2>¿Qué es?</h2> La nomofobia se identificó por primera vez en 2008 y sus nombre proviene del término inglés "<em>no-mobile phobia</em>" (fobia a estar sin móvil). Los expertos señalan que estas personas experimentan una gran ansiedad cuando se dan las siguientes situaciones: pérdida de celular, batería o crédito agotado y falta de señal. El primer estudio que dio la voz de alarma sobre este fenómeno lo llevó a cabo el gobierno británico en 2008, con el fin de investigar las ansiedades que sufren los usuarios de celulares. <h2>Incidencia</h2> Entonces se observó que un 56% de hombres y un 48% de mujeres sufrían esta fobia y que un 9% se sentían "estresados" cuando su aparato se apagaba. Cuatro años después, el nuevo estudio elaborado por la empresa de dispositivos de seguridad para celulares SecurEnvoy, revela que la cifra de afectados aumentó en el país. Tras encuestar a unas 1.000 personas, se constató que el 77% de los individuos con edades comprendidas entre los 18 y los 24 años sufrían nomofobia, mientras que en la franja de edad que va de los 25 a los 34 años, la incidencia fue del 68%. Es más, el sondeo descubrió que un 41% de los encuestados cargaban con ellos dos celulares para así nunca quedarse "desconectados". A diferencia del anterior estudio, en este caso se vio una mayor incidencia en mujeres (70%) que en hombres (61%). <h2>"No es una enfermedad"</h2> "Todavía no se puede considerar una enfermedad. La nomofobia es más bien un síntoma de la adicción al móvil", señaló a BBC Mundo Francisca López Torrecillas, experta en adicciones de la Universidad de Granada quien actualmente trabaja en un estudio sobre nomofobia entre universitarios españoles. Según detalló, los principales síntomas de una persona nomofóbica son el miedo a no disponer del celular. El nomofóbico no puede imaginar salir a la calle sin él y además invierte un mínimo de cuatro horas diarias consultándolo por motivos ajenos al trabajo. El nomofóbico, apunta Torrecillas, "suele tener baja autoestima, ser introvertido, no tiene habilidades de afrontamiento. En su tiempo libre sólo usa el móvil, algo que va unido a no tener otras actividades de ocio". <h2><span style="letter-spacing: 0.05em; line-height: 1;">Adicción a la tecnología</span></h2> La nomofobia ha sido vinculada con la adicción a la tecnología y, en lo que a celulares respecta, a la necesidad que sienten muchos de revisar constantemente cada mensaje, alerta o sonido que genera el celular. A principios de este año un equipo de investigadores de la Universidad de Worcester en Reino Unido, determinó que esta ansiedad permanente, resultado de estar siempre conectados, eleva considerablemente los niveles de estrés de los usuarios. Paradójicamente, el estrés era mayor cuando el celular se usaba más para fines personales que laborales. El estudio también hizo énfasis en el papel de los celulares inteligentes a la hora de incrementar nuestra necesidad de sentirnos conectados. "Mientras más los usamos más dependientes nos volvemos y en realidad aumentamos el estrés en lugar de aliviarlo", dijeron los investigadores. De hecho, finalizaron en su reporte, algunos sienten una necesidad tan extrema de estar en contacto que llegan a notar "vibraciones del teléfono que no existen".
Month: January 2013
De La Reforma y la Educación
En las dos entregas anteriores, he mostrado cómo la raíz de las diferencias que España –y no sólo España – tiene con otras naciones arranca de una visión del trabajo o del mundo de las finanzas que procede de la Edad Media y que no se vio afectada por la Reforma del s. XVI. No terminan ahí nuestras diferencias. Otra –y de las más fundamentales – se halla en el terreno educativo.
La Biblia señala que cuando Moisés se despidió de su sucesor, Josué, le encargó lo siguiente: “Nunca se apartará de tu boca este libro de la Torah, sino que, de día y de noche, meditarás en él, para que guardes y te comportes de acuerdo con todo lo que está escrito en él, porque de esa manera prosperará tu camino y que todo te saldrá bien” (Josué 1: 8). Pocas veces un consejo habrá alterado la marcha de la Historia de una manera tan espectacular ya que la conducta y la práctica religiosas no iban a estar vinculadas en el futuro tanto al rito –aunque existiera – como a la lectura de un texto sagrado que se abría no a una casta sacerdotal sino al conjunto del pueblo. Como señalaba el capítulo 6 de Deuteronomio, los padres debían poder explicar a sus hijos los mandatos contenidos en la Torah. Esta circunstancia tuvo una consecuencia inmediata para los miembros del pueblo de Israel como fue la creación de una cultura que necesitaba desesperadamente la alfabetización para creer . El proceso de alfabetización era tan obvio, por ejemplo, en la época de Jesús que a nadie le sorprendía que el hijo de un carpintero o de un pescador supiera leer, escribir y discutir sobre lo leído. Semejante circunstancia dotó de una extraordinaria capacidad de supervivencia a los judíos, que incluso antes de la destrucción del Templo de Jerusalén en el 70 d. de C., habían depositado la guía espiritual de la nación no en los sacerdotes – ¡no digamos ya en los políticos! – sino en los sabios.
Por supuesto, semejante conducta también tuvo efectos colaterales negativos. Por ejemplo, conocedores de lo que establecía la Torah, los judíos mantuvieron unas normas de higiene y limpieza durante la Edad Media que los libraron de no pocas enfermedades y padecimientos… sólo para que la gente los acusara de causar las epidemias y por eso verse libres de su efecto. Con todo, para los judíos –que seguían lo señalado en la Torah– el pertenecer a una religión del libro tuvo, entre otras consecuencias benéficas, la de una mayor alfabetización que la que pudiera darse en otras culturas.
Religión del libro surgida del judaísmo, el cristianismo debería haber seguido la senda marcada por aquel en lo que a alfabetización se refiere. Así, fue en el s. I cuando Pablo, despidiéndose de Timoteo, le indicó que “desde la niñez conoces las Sagradas Escrituras las cuales pueden hacerte sabio para la salvación por la fe en Cristo Jesús” (2 Timoteo 3: 15). El panorama cambió de manera radical en el siglo IV.
Al respecto, el testimonio de J. H. Newman, cardenal católico procedente del anglicanismo, no puede ser más claro : “En el curso del siglo cuarto dos movimientos o desarrollos se extendieron por la faz de la cristiandad, con una rapidez característica de la Iglesia: uno ascético, el otro, ritual o ceremonial. Se nos dice de varias maneras en Eusebio (V. Const III, 1, IV, 23, &c), que Constantino, a fin de recomendar la nueva religión a los paganos, transfirió a la misma los ornamentos externos a los que aquellos habían estado acostumbrados por su parte. No es necesario entrar en un tema con el que la diligencia de los escritores protestantes nos ha familiarizado a la mayoría de nosotros. El uso de templos, especialmente los dedicados a casos concretos, y adornados en ocasiones con ramas de árboles; el incienso, las lámparas y velas; las ofrendas votivas al curarse de una enfermedad; el agua bendita; los asilos; los días y épocas sagrados; el uso de calendarios, las procesiones, las bendiciones de los campos; las vestiduras sacerdotales, la tonsura, el anillo matrimonial, el volverse hacia Oriente, las imágenes en una fecha posterior, quizás el canto eclesiástico, y el Kirie Eleison son todos de origen pagano y santificados por su adopción en la Iglesia” (An Essay on the Development of Christian Doctrine, Londres, 1890, p. 373).
A partir de Constantino, el cristianismo fue cambiando el énfasis en el Libro por una visión ceremonial y sacerdotal que se fue desarrollando todavía más durante la Edad Media . Sin duda, los monasterios desempeñaron un papel notable en la preservación de la cultura clásica y no es menos cierto que hubo algún intento – fallido – de popularizar en cierta medida esa cultura. Sin embargo, en el curso de la Edad Media quedó claro que, al igual que en el paganismo, en el seno del cristianismo, se podía ser piadoso – incluso un santo – y, a la vez, analfabeto. El saber leer y escribir no era condición para conocer el camino de la salvación y, dicho sea de paso, tampoco para otras tareas como la guerra o el campo. Esa visión saltó hecha añicos gracias a la Reforma protestante del siglo XVI.
Para los reformadores, la única regla de fe y conducta era la Biblia, un libro al que todos debían tener acceso para poder examinarlo con libertad y sin las ataduras de una jerarquía porque, al ser la Palabra de Dios, se explicaba por sí mismo. Resulta curioso observar la manera machacona en que algunos persisten en considerar el libre examen de la Biblia como una conducta malvada. En realidad, no pasaba de ser la afirmación de un derecho fundamental, el de acercarse al texto sagrado y poderlo leer en la propia lengua y no en un latín que era desconocido para la mayoría. Por otro lado –y volviendo con ello a una línea ya existente en el judaísmo– el pastor en el protestantismo dejó de ser un sacerdote para convertirse en el sabio que conoce las Escrituras al igual que sucedía desde hacía siglos con los rabinos.
Se podía –y se puede– ser un fiel católico sin saber leer ni escribir. Esa circunstancia es imposible para el judaísmo y también para el protestantismo. ¿Cómo se puede acercar nadie a un texto que procede de Dios por definición si no se sabe leer ni escribir? Las consecuencias de esa circunstancia fueron extraordinarias siquiera porque la Reforma deseaba sobrevivir y además expandirse y ninguna de esas metas era alcanzable sin extender la alfabetización. Así, en 21 de mayo de 1536 se estableció la primera escuela pública y obligatoria de la Historia. El lugar era la protestante Ginebra. No fue una excepción. La Primera confesión escocesa de 1547 establecía una reforma de la educación exigiendo que en los medios rurales se enseñara a los niños en escuelas adjuntas a las iglesias; en las ciudades con superintendentes se abrieran escuelas y universidades con un personal debidamente pagado. Era el inicio, pero iba a crear en pocos años diferencias abismales entre unas naciones y otras. Dejaré para una próxima entrega el impacto que esa diferencia crearía en el ámbito de la investigación científica, pero en el de la educación fue abrumador.
Las naciones donde había triunfado la Reforma multiplicaron los esfuerzos por educar no a élites –como la Compañía de Jesús– o a niños vagabundos –como pretendió con más corazón que éxito José de Calasanz– sino a toda la población sin excepciones . A finales del siglo XVI, el índice de alfabetización de la Europa protestante era muy superior al de la católica, sin excluir una España en la que Felipe II había decretado que los estudiantes no cursaran estudios en universidades extranjeras por miedo a la contaminación de la herejía o una Francia en la que la población hugonote estaba mucho más alfabetizada que la católica. En el caso de algunas confesiones, el avance fue verdaderamente espectacular. Por ejemplo, a mediados del siglo XVII, los cuáqueros tenían un índice alfabetización del cien por cien lo que explica no poco sus avances en las décadas siguientes en áreas como la banca, el comercio o la ciencia, tres áreas de las que, no por casualidad, España se iba a descolgar lamentablemente.
No puede sorprender que en 1808, el noventa por ciento de la población española fuera analfabeta ni tampoco que seis años después gritara “¡Viva las caenas!”. ¿Podía, a decir verdad, haberse comportado de otra manera un pueblo ciertamente heroico, pero mayoritariamente analfabeto?
Es bien significativo que los primeros intentos para revertir esa situación se dieran en España ya en pleno siglo XIX, por impulso de los liberales y chocando no pocas veces con la iglesia católica que deseaba mantener el monopolio de la enseñanza.
La Ley Moyano fue el primer éxito en el camino hacia una educación pública. Pero se aprobó en 1857 . ¡1857! Habían pasado más de trescientos veinte años desde aquella ley ginebrina que establecía la escuela obligatoria y pública.
Como en otras áreas, España había perdido siglos precisamente cuando más necesitaba por su condición de potencia no quedarse rezagada . Cuando, siglos después, intentó remontar esa situación lo hizo además en no pocas ocasiones con la mancha del sectarismo que no veía la educación como algo bueno per se sino como un instrumento de adoctrinamiento. Para remate, ese atraso no iba a limitarse, por desgracia, al área de las finanzas o al terreno educativo.
Fuente: http://www.protestantedigital.com/ES/Tag/C%E9sar+Vidal/list/Blogs
De los Bancos
La semana pasada expuse cómo el hecho de quedar fuera de la zona de Europa donde triunfó la Reforma marcó una diferencia radical en la cultura del trabajo. El que España, como Portugal o Italia o las naciones hispanoamericanas no asimilaran la ética del trabajo tuvo consecuencias nada positivas que llegan hasta el día de hoy a pesar de los esfuerzos legislativos para eliminarlas.
Con todo, ésa no fue ni es nuestra única diferencia, compartida con otras naciones frente a la Europa donde triunfó la Reforma. También, para inmensa desgracia de un imperio y después de una nación que necesitaba modernizarse, nuestra visión de las finanzas iba a ser también diferente gracias a la iglesia católica .
Hace unos meses el director de un medio económico en internet arremetía contra la Unión Europea y ponía como ejemplo de lo que, a su juicio, debería ser la Europa unida al Sacro Imperio Romano-Germánico, donde supuestamente la iglesia católica había sido la entidad felizmente rectora. Lo cierto es que, como suele suceder en estos casos, el autor de aquellas líneas demostraba más entusiasmo religioso que conocimiento de la Historia. El papa Juan XII (955-964) coronó emperador efectivamente a Otón I inaugurando el Sacro Imperio Romano-Germánico, pero cuando Juan XII fue depuesto, Otón I fue el que autorizó que su sucesor fuera León VIII (963-965), el que a continuación permitió que fuera papa Juan XIII (965-972) y el que tuvo esperando a Benedicto VI (973-974) para subir al trono pontificio hasta que le apeteció. Era el emperador y no la sede romana la que mandaba en aquel imperio y eso que Otón I no fue el emperador peor. Por ejemplo, Enrique III de Alemania designó a cuatro papas –Clemente II, Dámaso II, León IX y Víctor II– en un ejercicio de cesaropapismo que no se habría dado ni en Bizancio. No nos desviemos, sin embargo. Relato todo esto para dejar de manifiesto cómo hay personas que anteponen su prejuicio –en este caso, el aborrecimiento de las finanzas y los mercados– desprovisto de base histórica al razonamiento documentado. Ése ha sido un mal que ha aquejado –y aqueja– a España durante siglos.
De entrada, la cultura eclesiástica medieval vio siempre mal el préstamo a interés. La razón no era que la Biblia dijera nada en su contra –no hay un solo párrafo en el Nuevo Testamento donde se arremeta contra prestamistas o banqueros–, sino porque Aristóteles (un genio, pero no en el terreno de la economía) escribió páginas contra el dinero y los préstamos que santo Tomás de Aquino y otros autores eclesiásticos repitieron con fruición .
No sorprende que con ese punto de vista –de origen helénico-pagano y no cristiano– se multiplicaran las condenas del préstamo con interés. El Segundo concilio de Letrán (1139) prohibió su ejercicio a laicos y clérigos; el Tercero (1179) impuso a los prestamistas la pena de excomunión y les negó cristiana sepultura; el Cuarto (1215) ordenó el destierro incluso de los judíos que lo practicaran. El II Concilio de Lyon (1274) ordenó la expulsión de los prestamistas disponiéndose que los obispos que no los excomulgaran fueran suspendidos. El concilio de Vienne (1311) ordenó que se procediera a investigar a los gobernantes que toleraran el préstamo a interés y el de 1317 incluso calificó como herejía el negar que el préstamo a interés fuera pecado. Son sólo botones de muestra de una corriente continua que no veía la diferencia entre el préstamo con interés y la usura y que además aumentaba las penas – llegó a equiparar el préstamo con el adulterio o la práctica de la homosexualidad – visto que no terminaban de extirpar el pecado de la grey. Algún economista ha afirmado recientemente que incluso la imposición de la confesión auricular a inicios del siglo XIII estuvo directamente relacionada con el deseo de acabar con el préstamo a interés, pero no voy a entrar ahora en ese tema.
Lo cierto es que negar que los préstamos a interés –un instrumento esencial para el tráfico comercial– pudieran ser lícitos tuvo consecuencias perversas. Por un lado, se acabó permitiendo el préstamo a interés, pero a los judíos, lo que los convirtió en chivos expiatorios de los odios que acaban sufriendo los que desean cobrar los créditos. He mostrado en mi libro España frente a los judíos como, a pesar del antisemitismo y de que periódicamente los judíos de corte recibían la muerte por los servicios prestados, los reyes hispanos siempre acababan por volverlos a llamar siquiera porque eran más eficaces y honrados que los clérigos y nobles que los sustituían ocasionalmente. Sin embargo, ésa no era solución. Por un lado, se fue formando una imagen satanizada –e injusta– de los judíos que explica, por ejemplo, la cadena de progromos de 1392 que, comenzando en los territorios de la Corona de Aragón, se extendió hacia el sur y acabó con la mayor parte de las juderías de la Península Ibérica un siglo antes de la Expulsión; por otro, obligó a pensar en maneras para financiarse que acabaron bordeando si es que no entrando claramente en la simonía y, finalmente, los problemas siguieron sin solventarse.
A inicios del siglo XVI, el préstamo a interés había sido sustituido por un contrato trino –buen nombre para una institución derivada del deseo de desbordar disposiciones canónicas– que combinaba el mutuo, el comodato y el seguro. Algo era, pero resultaba abiertamente insuficiente y, desde luego, equivocado moral y económicamente.
Esa condena de la actividad bancaria tuvo funestas consecuencias para las naciones católicas que, como era de esperar, obedecieron los criterios de la Santa Sede al respecto o si los violaron lo hicieron de manera clandestina y con mala conciencia . De hecho, no podrían evitar en los siglos siguientes que buena parte de sus poblaciones relacionara –sigue haciéndolo– la simple actividad bancaria con algo sucio, pecaminoso o indigno. El Flandes católico, Lieja o Colonia sufrieron no poco con esa situación, pero, con todo, la peor parte le tocó a España. Por el contrario, de manera espectacular e innegable, en unas décadas, aquellas naciones en las que triunfó la Reforma desarrollaron la banca moderna y, lógicamente, se hicieron con su control. Incluso naciones especialmente atrasadas en esa cuestión a finales del siglo XVI habían avanzado mucho más que sus rivales católicas.
Los efectos no sólo económicos sino también políticos y militares de esa circunstancia fueron fulminantes. Durante los inicios de la guerra de los Treinta años, Cristian IV de Dinamarca y Gustavo Adolfo de Suecia fueron los campeones de la defensa de la libertad religiosa protestante frente a los intentos católicos de acabar con ella violando pactos como la paz de Augsburgo. Naturalmente, como supo ver Fernando el Católico, el nervio de la guerra es el dinero y Cristian IV basó financieramente su esfuerzo bélico en los hermanos Willem, una firma banquera con sede en Ámsterdam, y después en los Marcelis. Ambas bancas eran de familias reformadas. En el caso de Gustavo Adolfo – un genio militar que ha sido comparado con Federico de Prusia y Napoleón – su base financiera estuvo en Geer y Trip. La firma bancaria, a decir verdad, hubiera podido servir a España, pero la intolerancia religiosa la expulsó del Flandes español obligándola a establecerse en Ámsterdam. Se convirtieron así en lo que algún historiador ha denominado los “Krupp del siglo XVII”.
Se podría objetar que como protestantes los banqueros protestantes servían a potencias protestantes. No fue así. Los protestantes –como los judíos antes que ellos– aplicaban meticulosamente una regla contenida en la Biblia, la de mantener la lealtad al rey que fuera siempre que garantizara su libertad religiosa . Puestos a ser santos no iban a serlo más que José que fue ministro de finanzas del faraón o que Daniel que aconsejó al impío Nabucodonosor. Trabajaban, por lo tanto, para los clientes que los requerían y lo hacían con honradez y pulcritud.
Los católicos que conservaron en aquella época un poco de sensatez lo supieron ver y lo aprovecharon. Por ejemplo, el cardenal Richelieu, príncipe de la iglesia católica, pero no hasta el punto de perjudicar los intereses de Francia, supo que la banca segura era la protestante y a ella recurrió. Al igual que el rey Enrique IV, el cardenal sabía que el talento financiero se hallaba en los hugonotes, los calvinistas franceses, y no tuvo problemas de conciencia en utilizarlo. Así, su gran banquero fue el hugonote Barthélemy d´Herwarth. Gracias a él, Francia pudo, entre otras victorias, hacerse con el control de Alsacia. Persona de tanto talento y hereje por añadidura no tardó en despertar las envidias de los católicos franceses. Sin embargo, Richelieu lo defendió ante el niño Luis XIV con palabras tajantes: “Monsieur d´Herwarth ha salvado a Francia y preservado la corona para el rey. Sus servicios nunca deberían ser olvidados. El rey los hará inmortales mediante las marcas de honor y reconocimiento que le concederá a él y a su familia”. Luis XIV siguió el consejo del cardenal y lo nombró Intendant des Finances . Mazarino, otro cardenal, mantuvo en el puesto a d´Herwarth que colocó en los puestos de finanzas a gente competente, es decir, calvinistas que creían que el dinero y su gestión no eran algo malo. El resultado fue óptimo para Francia y pésimo para España donde el conde-duque de Olivares no consiguió anular el Edicto de expulsión que pesaba sobre los judíos desde 1492 y, por supuesto, jamás hubiera podido emplear a herejes.
Pero además es que el caso de Richelieu no fue excepcional. Wallenstein, el gran héroe católico de la primera parte de la Guerra de los Treinta años, también recurrió a aquellos que eran buenos banqueros simplemente porque no creían que en la actividad bancaria existiera pecado alguno. En su caso, su hombre de confianza fue un calvinista – ¿sorprende? – de Amberes llamado Hans de Witte. Verdadero artífice financiero de las victorias de Wallenstein, aprovechó su puesto para defender a otros calvinistas que ya sabían lo que significaba tener cerca de orden religiosa tan contrarreformista como los jesuitas. A decir verdad, la Compañía de Jesús ya estaba expulsando a sangre y fuego a los protestantes de Europa central y el caso de Bohemia sólo había sido un cruento ejemplo. De Witte fue respetado mientras tuvo éxito. Cuando Wallenstein fue vencido y De Witte se arruinó, su vida dejó de ser útil. Un día apareció ahogado en un estanque. Había sufrido la suerte de tantos judíos de corte en el pasado o de tantos otros herejes o agnósticos que han trabajado para instancias católicas después.
Durante todo el s. XVII, los banqueros de élite en Europa fueron reformados, pero lo más doloroso es que en su mayor parte habían huido de los Países Bajos españoles donde el hecho de tener otras creencias distintas de la católica les habría costado la vida . Así el deseo de preservar la libertad religiosa y la vida había evitado que pudieran servir al rey de España y los había colocado a las órdenes de príncipes protestantes que creían en la bondad de la banca o de católicos que no veían la necesidad de anteponer la obediencia estricta a las enseñanzas vaticanas sobre los intereses de su patria. El resultado es de todos sabido porque, desde luego, difícilmente pudo resultar más nefasto para España. A decir verdad, nunca recuperaría su posición de potencia de primer orden. Y es que, como ha señalado, H. R. Trevor-Roper, “las sociedades protestantes eran, o se habían convertido, en sociedades con una visión más adelantada que las sociedades católicas tanto económica como intelectualmente”.
Sin embargo, España, por desgracia, no aprendió la lección que habían captado Wallenstein, Richelieu o Mazarino. Siguió despreciando los bancos y su actividad durante siglos. Como en el caso del trabajo al que quiso privar del carácter infamante que le daban los españoles, también Carlos III intentó que la nación se desprendiera de sus prejuicios nacidos de una visión católica bien distante de lo que enseñan las Escrituras. También fracasó en ese intento. Hasta mediados del siglo XIX no aparecieron los primeros bancos en España. De nuevo, la nación se había quedado varios siglos – en este caso más de cuatrocientos años – retrasada en relación con la Europa donde había triunfado la Reforma. Por añadidura, el prejuicio continúa a día de hoy. Hace unos meses, Tomás Gómez, un dirigente socialista no caracterizado precisamente por sus aciertos económicos, llamaba a la gente a rebelarse contra los mercados. Lo hacía apenas unos días después de que la Comisión para justicia y paz de la Santa Sede condenara en un documento la “idolatría de los mercados”. En el último caso, es bien cierto que algunos economistas católicos se apresuraron a decir por los pasillos que la Santa Sede podía ocuparse de cosas más importantes que disparatar en materia económica. Tenían razón, pero ya era un poco tarde para salvar el imperio español e igualarnos con otras naciones que comenzaron a adelantarnos hace casi medio milenio.
POST – SCRIPTUM:
La desgraciada visión de la banca que España heredó de la visión católica ha tenido pésimas consecuencias que se extienden hasta la actualidad. Por ejemplo, hasta hoy mismo llega la identificación del sistema crediticio con una vía para realizar negocios de dudosa legalidad y nada dudosa inmoralidad, en colusión con el poder político y que luego pagan no sus beneficiarios sino los ciudadanos. A inicios del siglo XX, la oligarquía catalana proporcionó un ejemplo extraordinario de semejante comportamiento al final de la llamada “fiebre del oro”. Tras un período de efervescencia económica derivado de la suma de corrupción política y falta de honradez bancaria provocadas y aprovechadas por la oligarquía catalana llevó a una cadena de quiebras bancarias de terribles consecuencias. Sin embargo, nadie pagó las culpas de aquella conducta. Por el contrario, el lobby catalán en Madrid acaudillado por Cambó logró que en 1921 se promulgara una ley de ordenación bancaria que, fundamentalmente, sirvió para que los agujeros causados a favor de los oligarcas residentes en Cataluña fueran pagados por toda España. El episodio volvió a repetirse a menos escala en los primeros años de la Transición con Banca catalana, una institución vinculada directamente a Jordi Pujol. El político catalán lanzó desde el balcón del palacio de San Jaime el grito de que “quien ataca a Banca catalana ataca a Cataluña” y logró eludir sus responsabilidades ante la justicia. Siguiendo precedentes históricos, el agujero creado por Banca catalana fue pagado por todos los españoles. Naturalmente, semejante impunidad tuvo pésimas consecuencias que sufrimos a día de hoy. Siguiendo directamente el modelo catalán de corrupción política, impunidad judicial y actuaciones financieras heterodoxas, el sistema de cajas pasó en el curso de los años siguientes a corromperse al ser administrado no según las reglas ortodoxas de las instituciones crediticias sino de acuerdo con los intereses de los partidos políticos y los sindicatos que componían sus consejos de administración. Las primeras en quebrar –y las más deficitarias– fueron otra vez más las instituciones crediticias catalanas, pero esta vez el mal se extendió a toda la nación como una mancha de aceite. En apenas unos años, la práctica totalidad de las cajas quebró o por la gestión político-sindical o por verse obligadas a absorber a cajas cuyo agujero era imposible de sanear como fue el caso de Bankia. Al igual que en 1921, los españoles han tenido que pagar una vez más el agujero creado por castas privilegiadas que siguen sin saber lo que es el funcionamiento de un banco. Como era de esperar, ninguno de los responsables de este desastre ha respondido ante la justicia. Los paralelos con otras naciones católicas –recuérdese el corralito argentino o el mismo caso de la Banca Vaticana– saltan a la vista y es que una cultura desarrollada históricamente a espaldas de los principios contenidos en la Biblia y sustentada sobre otras bases sufre siempre desdicha tras desdicha y así seguirá siendo mientras no vuelva de sus caminos equivocados.
Fuente: protestanteDigital.com/ES/Tag/C%E9sar+Vidal/list/Blogs
Del Trabajo
INTRODUCCIÓN
«Durante los años 2011 y 2012 publiqué una serie de artículos en Libertad digital donde intentaba analizar las razones por las que naciones como España, Italia, Portugal, Argentina o México han tenido una trayectoria bien diferente a la de Estados Unidos, Gran Bretaña o Suecia. Apuntaba entonces a razones muy pocas veces tratadas en artículos y libros y la consecuencia fue un encadenamiento de ataques que incluyeron el llamamiento a boicotear mis libros en páginas web católicas. A un año de distancia, he releído esos artículos y creo que siguen siendo de enorme utilidad para un lector evangélico. En las próximas semanas, irán apareciendo en esta columna tal y como se escribieron. Sólo he querido añadir un post-scriptum que me resulta especialmente oportuno.»
Unas semanas antes del final de la pasada temporada, Carlos Alberto Montaner se preguntaba por las razones que explican el arraigo de determinados sistemas políticos y económicos en determinadas naciones (Estados Unidos, por ejemplo) y su fracaso en otras (Iberoamérica). Con muy buen criterio, Montaner rechazaba la explicación racista; no terminaba de ver que Weber tuviera razón en su tesis sobre el protestantismo y el espíritu del capitalismo y, finalmente, formulaba una serie de aspectos esenciales para el progreso de una sociedad. Este artículo es el primero de una serie en la que pretendo abordar el tema planteado por Carlos Alberto Montaner y darle una respuesta basada en criterios históricos.
La diferencia de España con otras naciones constituye uno de los temas más manidos de la Historia y la ensayística. Por razones generalmente interesadas, se ha insistido en que España es diferente –para lo bueno como “reserva espiritual de Occidente”, para lo malo como nación especialmente atrasada – o, por el contrario, en que la diferencia no existe para subrayar que no somos peores que ingleses o franceses o para indicar que, en el fondo, todos somos iguales. Que España es diferente constituye una perogrullada. Lo es como lo son Italia, Francia o Alemania. Que esa diferencia es, en ocasiones, para bien y, en otras, para mal, no creo tampoco que pueda discutirse. Es obvio que su trayectoria es mejor que la de, pongamos, Uganda, pero no ha sido especialmente feliz durante siglos y en estos momentos no vive sus mejores momentos. Negar la diferencia atribuyéndola a una supuesta “hispanofobia” no pasa de ser una majadería colosal fruto de una ceguera propia de la ignorancia y el prejuicio. A lo largo de este artículo y de los siguientes intentaré mostrar que España es diferente fundamentalmente por su mentalidad; que no es única en esa mentalidad ya que comparte muchos aspectos de la misma con otras naciones que han tenido desarrollos históricos con interesantes –y previsibles – paralelos y que, en tercer lugar, esa mentalidad deriva de un hecho tan esencial como la opción religiosa que cristaliza en España de manera innegable en un período que va de la Expulsión de los judíos en 1492 a los primeros autos de fe con quemas de protestantes ya en el siglo siguiente . En ese período, los gobernantes españoles optaron por una posición clara y definida y eso influiría enormemente no sólo en el terreno religioso – como cabría esperar – sino en la conformación de una mentalidad concreta que ha llegado hasta el día de hoy y que ha ido modelando incluso el pensamiento de una izquierda española que, ocasionalmente, se pretende anti-católica, pero que es uno de los frutos más sazonados de la mentalidad católica.
En relación con la Reforma protestante del siglo XVI, no voy a entrar en cuestiones históricas que ya he tratado, por ejemplo, en El Caso Lutero , una obra que ganó el Premio de ensayo Finis Terrae. Tampoco me voy a adentrar en la descripción de posiciones doctrinales que –en mi opinión – son ajenas a este tema. Pero sí intentaré mostrar cómo el hecho de que España –como Italia, como Portugal, como Irlanda, como Grecia…– quedara fuera del cambio de mentalidad que significó la Reforma protestante tuvo enormes consecuencias que trascendieron del fenómeno religioso y modelaron la sociedad, la economía y la política.
En términos meramente históricos y religiosos, la Reforma del siglo XVI significó un deseo decidido, ferviente y entusiasta de regresar a la cosmovisión de la Biblia, una cosmovisión diferente de la que presentaba el catolicismo romano que, al menos desde el siglo IV, había ido sumando otros elementos procedentes del derecho romano, la filosofía griega y las culturas germánicas. La Reforma –como el Renacimiento – intentó pasar por alto la Edad Media y regresar a lo que consideraba una pureza primigenia corrompida desde hacía siglos. Como en el caso del Renacimiento, lo que logró no fue un regreso imposible a la Edad Antigua sino algo distinto, pero con un enorme poder de atracción y de sugestión. De entrada, su visión del trabajo, a la que me referiré en esta entrega, no pudo verse más alterada.
EL TRABAJO
Ya Eusebio, en el siglo IV, escribía: “Dos formas de vida fueron dadas por la ley de Cristo a su iglesia. Una es sobrenatural y sobrepasa la forma de vida común… Completa y permanentemente se separa de la vida común y ordinaria de la humanidad, y se dedica al servicio de Dios solo… Esa es la forma perfecta de vida cristiana. Y la otra, más humilde, más humana, permite a los hombres… dedicarse a la agricultura, al comercio, y a otros intereses más seculares al igual que a la religión… Y una especie de piedad de segunda clase se les atribuye”. Esa diferenciación entre trabajos más o menos santos se fue fortaleciendo a lo largo de la Edad Media con aportes como pudo ser la visión de una sociedad esclavista como la romana o la caballeresca y militar de los pueblos germánicos.
Desde luego, a inicios del siglo XVI, nadie habría discutido que había trabajos más dignos y menos dignos ; que ciertas ocupaciones no eran propias de los señores o simplemente de gente que se preciara e incluso que el trabajo era, a fin de cuentas, un castigo impuesto por Dios a nuestros primeros padres por su caída en el huerto del Edén. La Reforma presentó una visión radicalmente distinta del trabajo.
De entrada, el regreso a la Biblia permitió descubrir –¡más de un milenio para darse cuenta!– que Adán ya había recibido de Dios la misión de trabajar antes de la Caída y que esa labor consistía en algo tan teóricamente servil como labrar la tierra y guardarla (Génesis 2: 15). Aquel sencillo descubrimiento cambiaría la Historia de Occidente y con ella la de la Humanidad.
De manera radical. Lutero, por ejemplo, pudo escribir : “Cuando un ama de casa cocina y limpia y realiza otras tareas domésticas, porque ése es el mandato de Dios, incluso tan pequeño trabajo debe ser alabado como un servicio a Dios que sobrepasa en mucho la santidad y el ascetismo de todos los monjes y monjas”. En su Comentario a Génesis 13: 13, el alemán señalaría en relación con las tareas de la casa que “no tienen apariencia de santidad, y, sin embargo, esas obras relacionadas con las tareas domésticas son más deseables que todas las obras de todos los monjes y monjas… De manera similar, los trabajos seculares son una adoración de Dios y una obediencia que complace a Dios”. Igualmente en su Exposición del Salmo 128: 2 añadiría: “Vuestro trabajo es un asunto muy sagrado. Dios se deleita en él y a través de él desea conceder Su bendición sobre vosotros”.
Calvino –al que se suele asociar un tanto exageradamente con la denominada ética protestante del trabajo – fue también muy claro al respecto . En su Comentario a Lucas 10: 38 afirmó: “Es un error el afirmar que aquellos que huyen de los asuntos del mundo y se dedican a la contemplación están llevando una vida angélica… Sabemos que los hombres fueron creados para ocuparse con el trabajo y que ningún sacrificio agrada más a Dios que el que cada uno se ocupe de su vocación y estudios para vivir bien a favor del bien común”.
Los reformadores menos conocidos no fueron menos explícitos que Lutero y Calvino en su rehabilitación de trabajos considerados como punto menos que infames en la Europa de la Contrarreforma . William Tyndale –que tradujo el Nuevo Testamento del griego original al inglés y murió en la hoguera por orden del rey Enrique VIII – escribió: “existe una diferencia entre lavar platos y predicar la Palabra de Dios, pero en lo que se refiere a complacer a Dios, no existe ninguna en absoluto”. William Perkins, uno de los teólogos puritanos más relevantes, señalaría: “La acción de un pastor que guarda las ovejas… es tan buena obra ante Dios como la acción de un juez que dicta sentencia, o un magistrado que gobierna o un ministro que predica”. Tal y como afirmaría también Perkins, la gente puede servir a Dios “en cualquier clase de vocación, aunque sea barrer la casa o guardar ganado”. Otro puritano, Richard Steele, en un texto llamado de manera bien significativa The Trademan´s Calling (La vocación del comerciante), afirmó que en el comercio “se puede esperar de la manera más confiada la presencia y la bendición de Dios”, pero sobre el comercio en concreto regresaremos en otra entrega futura de esta serie.
Para los autores protestantes, la base para llegar a esa conclusión no estaba sólo en los textos de la Biblia en general, sino, de manera muy especial, en el propio Jesús . Hugh Latimer, por ejemplo, señaló: “Es una cosa maravillosa que el Salvador del mundo, y el Rey sobre todos los otros reyes, no se avergonzara de trabajar, sí, y de emplearse en una ocupación tan sencilla. De esa manera, santificó todas las formas de trabajo”. John Dod y Robert Cleaver volverían a ese tema afirmando que “el gran y reverendo Dios no despreció el comercio honrado… por humilde que fuera, sino que lo coronó con su bendición”.
Desde luego, la línea estaba claramente definida y era uniforme en cualquiera de las iglesias nacidas de la Reforma . Como señalaría un panfleto publicado a finales del siglo XVII en Inglaterra con el revelador título de Paul the Tentmaker (Pablo, el fabricante de tiendas), el protestantismo había impulsado un “deleite en los empleos seculares”.
Semejante visión brillaría por su ausencia en aquellas partes del mundo donde no triunfó la Reforma. En España, por ejemplo, en 1492 se había expulsado a unos judíos que tenían una visión del trabajo idéntica a la de los protestantes e, iniciado el siglo XVI, éstos tendrían que optar entre la hoguera o el exilio. Porque, desde luego, la visión del trabajo de los motejados como herejes era clara desde el principio y nada se parecía a la católica. Así, mientras se ventilaba la supervivencia de España como primera potencia de Europa, la nación siguió uncida a la idea de lo intolerables e infames que podían ser ciertos trabajos.
Sus adversarios protestantes –que debieron dar gracias al Altísimo por ello– tenían un punto de vista muy diferente y, a pesar de tratarse, en general, de naciones más pobres y pequeñas, el resultado no pudo serles más favorable . Mientras Velázquez pintaba figuras regias y religiosas y se tomaba un respiro con bufones y tontos, el protestante Rembrandt retrataba escenas bíblicas y también pañeros (sí, pañeros) o a los médicos en medio de una lección de anatomía. Eran dos cosmovisiones bien distintas y no deja de ser revelador que la vencedora fuera la nación pequeña de Rembrandt con menos hidalgos quizá, pero más entusiasmo por el comercio y el trabajo manual. Sin embargo, ni siquiera las derrotas españolas provocaron un cambio de mentalidad con respecto al trabajo. En fecha tan tardía – los protestantes llevaban ya más de dos siglos y medio de ventaja en la idea de impulsar la bondad de cualquier trabajo – como el 18 de marzo de 1783, Carlos III mediante una Real Cédula intentó acabar con la “deshonra legal del trabajo”. En otras palabras, como habían pretendido Lutero, Calvino o los puritanos, Carlos III señalaba que ningún trabajo honrado era deshonroso. El intento del monarca ilustrado era excelente, pero chocaba con una mentalidad arraigada a lo largo de siglos. No es que los españoles fueran vagos como se suele repetir injustamente –y, al respecto, basta con ver el resultado que dan fuera de España – pero no creían que el trabajo tuviera el mismo valor que le dan aquellos que nacieron y crecieron en naciones donde triunfó la Reforma protestante.
Esa mentalidad sigue más que presente a día de hoy. Hasta qué punto es así puede quedar ilustrada por dos anécdotas que, a mi juicio, resultan notablemente significativas.
La primera es uno de los énfasis fundacionales del Opus Dei que subraya, con matices, la posibilidad de santificación en cualquier ocupación. Semejante circunstancia se ha señalado en repetidas ocasiones como una señal de que san José María Escrivá de Balaguer fue un avanzado a su tiempo. Quizá lo fuera en el mundo católico, pero lo cierto es que la novedad llevaban viviéndola en el mundo protestante desde hacía ya casi medio milenio. En otras palabras, quizá el bosquimano que, por primera vez, utilizó un encendedor pueda ser considerado por sus congéneres como un avanzado, pero, en relación con Occidente, es dudoso que se le pueda calificar de esa manera.
La segunda anécdota quizá resulte incluso más reveladora . En los años sesenta del siglo pasado, Alfonso Paso era, con todos los merecimientos, el dramaturgo español de más éxito. Llegó a ver representadas a la vez hasta ocho obras suyas en diferentes teatros de Madrid. Tanta era su fama que, de manera excepcional, se le abrió la posibilidad de estrenar en Broadway. Paso escogió para tan notable éxito una comedia titulada El canto de la cigarra . La obra era muy buena y había disfrutado de una gran acogida en España, pero en Estados Unidos fracasó estrepitosamente tan sólo porque los norteamericanos no la comprendían. ¿Razón? La comedia glorificaba la figura de un vago simpático y los norteamericanos no llegaban a captar quién podía ver como algo divertido la holgazanería. A día de hoy, ellos –como los británicos, los suecos o los holandeses – tampoco consiguen entender, por ejemplo, por qué en España se paga un plus de puntualidad por llegar al trabajo a la hora. Los “pobres nórdicos” no aciertan, por lo visto, a darse cuenta de que, a diferencia de ellos, España nunca asimiló lo que Weber denominó la “ética protestante del trabajo”. En eso, España fue y sigue siendo diferente.
POST-SCRIPTUM
Y en estos meses la situación no ha mejorado. Por el contrario, buena parte de las huelgas – algunas verdaderamente salvajes y dañinas – que está sufriendo España están relacionadas sólo con el mantenimiento de privilegios de funcionarios que no arriesgan su puesto de trabajo si trabajan poco y mal. El sueño de millones de españoles está en trabajar “en un trabajo donde no se trabaje” o “se trabaje poco”. Y, por desgracia, esa mentalidad se percibe incluso entre creyentes que pretenden que determinadas tareas eclesiales son más “santas” y que autorizan ciertos privilegios. En ésta, como en otras cuestiones, lamentablemente, hay gente que salió de la iglesia de Roma, pero la iglesia de Roma no salió de ellos. Las consecuencias históricas han sido nefastas – ¿acaso nadie ha visto donde ha empezado a resquebrajarse la zona euro? – y lo seguirán siendo mientras no se perciban estas verdades bíblicas a las que seguiré refiriéndome en las próximas semanas.
Fuente: protestanteDigital.com/ES/Tag/C%E9sar+Vidal/list/Blogs
El recuerdo de “Tomas Moro” en la investidura de Obama
Tomás Moro fue un católico ferviente detractor de la Reforma Protestante y, especialmente, contra Martín Lutero y William Tyndale.
El juez Scalia, miembro del Tribunal Supremo, sorprendió ayer a todos al aparecer en la ceremonia de toma de posesión de Obama con un curioso sombrero.
Se trata de una réplica del sombrero de Santo Tomás Moro según el famoso retrato de Hans Holbein, un regalo de la St. Thomas More Society of Richmond, Virginia, al juez con motivo de su presencia en su asamblea anual.
El sombrero de un hombre de Estado que defendió la libertad de la Iglesia y la integridad de su conciencia en la toma de posesión de un presidente que las amenaza. El mensaje no puede estar más claro.
Fuente: intereconomia.com
De los jóvenes y el riesgo de la adicción a Internet
<p id="story-texto">Si <strong>deja de ver a los amigos,</strong> o de mostrar interés por actividades que antes le encantaban, si ya no quiere hablar con el resto de la familia, o está más irascible que de costumbre, o ya no quiere cenar todas las noches, o <strong>duerme mal </strong>o <strong>descuida su higiene</strong>… Si su hijo comienza a presentar estos síntomas, debe preocuparse pues puede estar desarrollando una conducta adictiva a internet. <strong>Le ocurre a más de 350,000 (21,3%) chicos españoles de entre 14 y 17 años</strong>. Son los adolescentes europeos que tienen mayor riesgo de obsesionarse por usar la Red y sufrir sus consecuencias: desde <strong>depresión,</strong> estados de<strong>ansiedad,</strong> hasta incapacidad para mantener relaciones con sus iguales o, incluso, esta adicción puede desembocar en<strong> conductas agresivas. </strong>Llegadas estas situaciones el menor ya es adicto a internet, y le ocurre a 1,5% chavales de nuestro país.</p> <p id="U1503971234688eWH">Esta es la principal conclusión de un estudio que ha presentado la asociación Protégeles y que ha sido elaborado por distintas universidades de países europeos. La investigación también ha revelado que los adolescentes españoles son los que más usan de forma abusiva las redes sociales, en concreto casi <strong>el 40% se conecta a ellas a diario y durante más de dos horas,</strong> una práctica que les pone en riesgo de caer en la adicción a la Red.</p> <p id="U15039712346887jG">Según el presidente de Protégeles, Guillermo Cánovas, «la mayoría de los chicos podrá superar por sí mismos esa primera etapa en la que se muestran señales preocupantes de adicción a internet pero aún no son adictos». Los que terminan desarrollando la adicción necesitarán ayuda profesional, aparte de la de la familia. En cualquier caso, Cánovas da dos consejos básicos a la hora de que los chicos usen esta herramienta: que los padres regulen el tiempo que están en internet y que sigan promoviendo otras alternativas de ocio (relaciones con amigos, deportes, salidas…).</p>
Una adolescente droga a sus padres para navegar en internet
La Biblia del Obispo
Una versión muy particular de la Biblia, llamada Bishop’s Bible (Biblia del Obispo), impresa hace más de 400 años, ha sido descubierta y recuperada en Inglaterra.
“Se estaba pudriendo en un armario, con las tapas de cuero (piel) cubiertas de escarabajos. Las páginas eran como papel secante y no olía muy bien”, dijo Arthur Brooks, un lector de la iglesia St James en Teignmouth.
Aparentemente, el libro estuvo a punto de ser desechado antes de que Brooks reconociera su importancia y valor potencial.
Se cree que sólo se han producido 70 ejemplares de esta Biblia del Obispo, impresa por primera vez en 1568 por la Iglesia de Inglaterra en tiempos de la reina Isabel I, sólo 30 años después de que se produjera la separación de la Iglesia de Inglaterra del papado de Roma y el establecimiento de su propia jerarquía.
LEJOS DE CALVINO
En 1561, el arzobispo Parker, cabeza de la Iglesia de Inglaterra en ese entonces, presentó una propuesta para una nueva traducción de la Biblia, la cual fue aprobada por la reina Isabel I.
Un grupo de obispos fue desafiado a la ambiciosa tarea de traducir la Biblia al idioma inglés. Se dice que es diferente de la Biblia de Ginebra, otra traducción de gran importancia histórica publicada en 1560, ya que se trató de evitar el tono calvinista de la misma. La versión publicada en Ginebra fue obra de protestantes que debieron huir a Suiza durante el reinado de “María la Sanguinaria”.
La Biblia del Obispo no sobrevivió como el texto oficial de la Iglesia de Inglaterra por mucho tiempo, pero sirvió como texto base para la famosa Biblia King James publicada en 1611 . Versiones revisadas de esta famosa traducción todavía se usan hoy en las iglesias.
LA KING JAMES, “ADN DEL IDIOMA INGLÉS”
En noviembre de 2011, la reina Isabel II, el arzobispo de Canterbury, Rowan Williams, y los anglicanos de todo el mundo celebraron el 400 aniversario de la Biblia King James, que ha sido llamado el “ADN del idioma Inglés.”
Se cree que la recientemente descubierta Biblia del Obispo ha sido impresa por la empresa londinense Charles Barker en 1591. El ejemplar ha sido restaurado por expertos del Exeter Museo.
En caso de salir a la venta en subasta, la Biblia del Obispo podría tener un valor de alrededor de $ 16.000, pero aún no se ha decidido si esta copia saldrá o no al mercado.
Fuente: protestanteDigital.com