La Torah, tal y como nos ha llegado, constituye un conjunto de cinco libros – Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio – atribuidos en bloque a Moisés.
A efectos de su análisis como escrito que cambió la Historia semejante circunstancia es suficiente en la medida en que ésa es la forma final en que la conocemos.
No obstante, no resulta del todo ocioso dedicar unas líneas a la denominada hipótesis documentaria siquiera porque es común encontrar a tan trasnochada teoría en la práctica totalidad de las ediciones católicas de la Biblia y en algunas protestantes.
La creencia en que los cinco libros de la Torah se debieron a la redacción de Moisés se mantuvo inalterable hasta finales del s. XIX.
Las razones fundamentales para sustentar este punto de vista eran que así lo indica el propio texto, que así se había transmitido por generaciones y que ninguno de los manuscritos de la Torah con que se contaba indicaba ni siquiera de manera indirecta que en su redacción hubieran participado más autores o que el texto final fuera un ensamblado de distintas obras.
Obviamente, algunos versículos como los últimos de Deuteronomio donde se hace referencia a la muerte de Moisés se atribuían a un redactor posterior, pero en conjunto la Torah seguía considerándose mosaica.
Como además tanto Jesús, como los apóstoles o los rabinos del Talmud sostuvieron sin sombra de duda esa misma idea tanto cristianos como judíos no vieron razones para discutirla.
LA HIPÓTESIS DOCUMENTARIA
Este punto de vista comenzó a verse seriamente cuestionado cuando en la última década del s. XIX Julius Wellhausen sostuvo que, en realidad, la Torah había experimentado una redacción muy dilatada en el tiempo y que se debía a varios autores que, por supuesto, no se podían identificar con Moisés.
De acuerdo con la teoría de Wellhausen, el texto de la Torah no era sino la fusión de varias tradiciones cuya existencia independiente quedaba demostrada fundamentalmente por tres razones.
La primera era que la escritura no existía en la época de Moisés y, por lo tanto, él no podía haber redactado el texto de la Torah. La segunda que el texto contenía repeticiones o dobletes de episodios que hacían pensar en textos procedentes de tradiciones distintas, pero reunidas en la redacción última de la Torah y la tercera, que Dios era llamado con diversos nombres en el texto lo que indicaría diferentes obras. Partiendo de esta última base Wellhausen estableció la existencia de una serie de documentos a los que denominó J, E, D y P según que el nombre utilizado fuera Yahveh (J), Elohim (E), perteneciendo las iniciales D y P a unos supuestos documentos deuteronomista y sacerdotal. Por lo que se refiere a la datación, los documentos se extenderían desde el año 1000 a. de C., en la época de David al s. V a. de C., ya al regreso del Exilio en Babilonia.
La hipótesis documentaria encajaba a la perfección con una visión de la Historia de las religiones que partía de una concepción evolutiva en virtud de la cual el ser humano habría ido pasando por diversos estadios de su desarrollo espiritual y, por lo tanto, resultaba inaceptable una formulación tan primitiva de la fe monoteísta.
Asimismo resultaba atrayente por su insistencia en determinar la datación de una obra partiendo no de criterios históricos y arqueológicos sino filológicos. Ambos aspectos pesaron mucho en su aceptación inicial y posterior.
DIFÍCILMENTE ACEPTABLE
Debe decirse, sin embargo, que actualmente, desde el punto de vista de la investigación histórica, la hipótesis documentaria es muy difícilmente aceptable precisamente por sus prejuicios metodológicos y su carencia de base historiográfica.
Para empezar, ni siquiera los partidarios de la hipótesis coinciden a la hora de delimitar el contenido de cada uno de los supuestos documentos de los que no tenemos la menor prueba textual.
Aunque existe un acuerdo sobre la existencia de los supuestos documentos, lo cierto es que su contenido concreto es objeto de una controversia no pocas veces encarnizada. C. A. Simpson, por ejemplo, habla de J1 y J2 en lugar de sólo J ; R. H. Pfeiffer añade a los documentos de Wellhausen otro al que denomina S y atribuye relación con Edom ; O. Eissfeldt incluye una fuente L o laíca, etc.
Sin embargo, lo más importante no es la inconsistencia de la propia exposición de la hipótesis documentaria sino las sólidas evidencias en su contra.
Así, para empezar, la evidencia arqueológica e histórica es rotundamente contraria a las conclusiones de Wellhausen y sus seguidores expresadas en una época en que la arqueología estaba en mantillas.
Los ejemplos al respecto son numerosos. El interés por el monoteísmo en el Oriente próximo en una época cercana a la fecha tradicional de redacción de la Torah, la estructura de pacto contenida en Deuteronomio o la evidencia arqueológica del período -que, por ejemplo, desmiente rotundamente la afirmación de Wellhausen de la inexistencia de escritura en la época de Moisés aportando testimonios como los de Ugarit, las inscripciones del monte Sinaí o el calendario de Gezer- apuntan claramente a un contexto histórico y cronológico mosaico, pero resultarían absurdos en una época situada casi un milenio después como pretende la hipótesis documentaria.
Por otra parte, incluso las características de los relatos previos al período de Moisés como son los asignados a la época de los patriarcas aparecen muy bien atestiguados en fuentes como las tablillas de Mari (c. 1700 a. de C.) o las leyes de Nuzi (c. 1500 a. de C.).
Si algo nos muestran por lo tanto la Historia y la arqueología es que la Torah pudo ser perfectamente obra de Moisés –que, previsiblemente, utilizó fuentes anteriores- pero que muy difícilmente podría pertenecer a un período posterior.
En segundo lugar, los supuestos dobletes de la Torah no pasan, por regla general, de ser episodios distintos referidos a personajes diferentes y no repeticiones del mismo relato. A nadie en su sano juicio se le ocurriría pensar que si un español que viviera en 1936 dijera que su padre y su abuelo habían vivido una guerra civil se trataba de un doblete.
Lamentablemente, así habría sido en relación con las guerras carlistas. Tampoco nadie podría decir que si ahora un español afirma haber vivido una crisis económica es sólo un doblete de la que pudo vivir su padre en los años cuarenta-cincuenta. Ambas crisis –por no hablar de las intermedias– son reales y no dobletes.
De la misma manera, el empleo de los diversos nombres divinos en la Torah se debe no a una pluralidad de autores sino a un contenido específico de cada uno de esos nombres es algo que aparece expresamente contemplado en los comentarios judíos.
De hecho, ya en el s. XII Yehudáh ha-Leví escribió un libro titulado Cosri en el que explicaba la etimología de los distintos nombres divinos. En el s. XX, ha sido Umberto Cassuto el que ha vuelto a retomar magistralmente esta cuestión dejando de manifiesto que la pluralidad de nombres divinos puede indicar muchas cosas pero no, desde luego, una diversidad de autores.
En ese sentido, no deja de ser significativo que, por ejemplo, en los últimos años se hayan multiplicado los libros de historiadores que sostienen la imposibilidad de la hipótesis documentaria especialmente en relación con el primer libro de la Torah, el Génesis.
Rolf Rendtorff, por ejemplo, ha indicado que la asignación de palabras y expresiones hebreas a documentos concretos se colapsa cuando se realiza una investigación seria y, a la vez, señala que la noción de teología específica de estos documentos es “ilusoria”.
Thomas L. Thompson, por su parte, ha repudiado igualmente la hipótesis documentaria señalando que la redacción de la Torah es prácticamente contemporánea con los episodios que relata. Incluso John Van Seters –a pesar de que mantiene la creencia en algunos documentos- ha afirmado que la hipótesis documentaria deber ser “contemplada ampliamente como obsoleta”.
Finalmente, Duane Garrett en uno de los estudios más inteligentes sobre la redacción del Génesis escritos en la última década del s. XX niega la hipótesis documentaria y sitúa la redacción del libro en los días de Moisés.
Fue Cassuto el que señaló que la hipótesis documentaria no se apoyaba en pilares caracterizados por la debilidad por la sencilla razón de que ni siquiera tenía esos pilares.
En buena medida, puede afirmarse que la defensa actual de la hipótesis documentaria descansa fundamentalmente en la pereza que caracteriza a ciertos segmentos del mundo académico para actualizar lo que aprendieron décadas antes.
Cyrus Gordon, al final de un artículo dedicado al estudio de la hipótesis documentaria, ha relatado una anécdota bien iluminadora al respecto:
“Un profesor de la Biblia en una universidad de vanguardia me pidió en cierta ocasión que le diera los hechos reales acerca de JEPD. Esencialmente le dije lo mismo que he escrito aquí. Me contestó entonces: lo que me ha dicho me ha convencido, pero seguiré enseñando el antiguo sistema. Cuando le pregunté el por qué me respondió: porque lo que usted me ha contado implica que tendría que desaprender y además volver a estudiar y reflexionar. Me resulta más fácil continuar con el sistema aceptado de la Alta Crítica para el que contamos con libros de texto”.
Lamentablemente, el caso del interlocutor de Gordon es bastante más común en los claustros universitarios y en los seminarios de lo que sería deseable.
Fuente: ProtestanteDigital.com